Nunca olvidare aquellas alas membranosas, aquellos rostros oscuros, sin ojos, ocultos bajo unos trozos de trapos deshechos por el tiempo. Nunca olvidaré aquella noche silenciosa cuando unos ruidos extraños me levantaron de la cama, una serie de pasos, unos pies descalzos que cuyas uñas rasgaban el piso como piedras a un vidrio.
Ya hacía varias horas que no me dejaban dormir, quizás sea el gato roñoso que siempre cae en la misma trampa, cada noche, pero aquel gato ya aviase perdido con el tiempo, pero en un acto de misericordia decidí salir a liberarlo. Salí de mi habitación a la terraza y en un colapso de frio y calor la noche me despertó por completo. La luna, como unas luces de neón, iluminaba todo el extenso patio de concreto. Había un gran desorden, la bolsa de basura estaba abierta y junto a el un bulto negro que se movía “maldito gato” me acerqué sin sospechar nada y cuando toque el objeto; unas alas membranosas se abrieron lentamente, una cabeza sin rostro volteo a mirarme. Estaba de cuclillas, tenía unas manos que terminaban en unos dedos con garras, no alcanzaba el metro de altura, pero sus alas se extendían casi al ras de mis hombros.
Sostenía en una de sus manos un trozo de hueso que carcomía con verdadero placer. Me quedé quieto, viendo sus alas, oscuras y dañadas, arqueadas por el viento. Quise tocarlas, pero antes de que pueda sentir su piel dio un pequeño salto apartándose de mí, lanzo un chillido, una mescla de gato y ave. Caí espantado. De las oscuras sombras de la pared salieron otras dos criaturas las grandes, me miraron e hicieron un ademan de orgullo, saltaron a la baranda y se lanzaron al vacio, las tres criaturas volaron con dirección a la luna. Se perdieron en un punto oscuro en el horizonte.
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